Por mucho que brille el pomo, la puerta chirria al abrirse
La trayectoria cinematográfica se ha incrustado tanto en la memoria popular que, durante el último siglo, su reconocimiento como un arte más se ha vuelto indispensable. Corroboro cuando se manifiesta esta actividad artística parcialmente de entretenimiento como una simbiosis entre lo visual, lo literario y lo sonoro. Es decir, la pintura, las historias escritas y la implementación de los efectos extradiegéticos.
Su inexorable innovación y su reciente adhesión a los medios de streaming han abarcado el globo, y su inmediata accesibilidad ha roto la bolsa de la demanda. De hecho, cuan absurdo es que el número de espectadores por sesión en una sala cinematográfica haya bajado exponencialmente en los últimos años (por cierto, si no existiera Avatar seguramente el ‘’super innovador’’ 3D estaría muerto).
Aun así, este ‘séptimo arte‘ no resuelve el dilema sagaz entre la captación de la realidad y su proceso del logos comunicativo, como lo hizo el nacimiento de la fotografía a inicios del siglo XIX. Al menos, hasta pasada segunda mitad del siglo pasado.
Indudablemente, el aspecto diferenciador, el santo grial de cualquier composición audiovisual, es el subtexto, la subliminalidad. No me refiero al contexto o los metas-axiomas que definen la versatilidad del cine a nuevos aires narrativos, como lo puede ser el ‘’significado inherente’’ en un poema a través de las metáforas o como está escrito, sino al concepto renovador como nuevo arte moderno.
Es normal que con el paso a nuevas generaciones pierda esa chispa y ese ‘’trend’’ de explotar sus recursos propios, pero eso no limita las posibilidades creativas. Con nuevos medios llegan nuevas técnicas, con nuevos chismorreos llegan nuevos pregoneros.
Si el espectador habitual peca de intrascendente, los cinéfilos pecan de románticos. Los grandes festivales y los premios de poca monta son un caballo de Troya viejo y feo. Sin tener en cuenta que poco a poco la mayoría de estos eventos tienen menos valoración por su escasa y pobre rama autoral o las estúpidas decisiones que se toman en ellas.
El cine parece una broma. No me malinterpreten, siempre ha triunfado el producto atractivo y su marketing, pero la fina línea divisoria entre lo ‘’detergente y único’’ y cualquier otra obra de gran calibre (por muy independiente que sea) es más difícil de enmarcar. Es como preguntarse, ¿qué hace a un actor que sea bueno? Puede ser profesional en función de su carrera y su destreza ante una cámara, pero al fin y al cabo, ¿eso no es lo que hacen todos los actores? Es muy subjetivo. Sí, lo sé, un actor de una película de La Sexta de las 18:00 de la tarde de un domingo no desempeñará igual que un entendido en este medio de una gran cinta esperada. De hecho, aprovechando esta cuestión, los actores no tienen siempre porque ser grandes figuras.
Se nos olvidan los pobres actores teatrales, aquellos de los cuales muy pocos saltan a la alfombra roja. Cada puesto tiene sus dificultades pero, ¿si es más complicado actuar frente a miles de personas y sin ningún tipo de retoque, crudo y natural, por qué no obtienen el mérito que les corresponde? Por la misma razón que se escoge ‘’la mejor película del año’’: la intrascendencia popular y el desinterés a nuevas fronteras, el marketing y el romanticismo.
Lo que antaño suponía una demasía idealista imaginativa y un egoísmo profesional, ahora ha transmutado a un ‘’estilo y gusto exquisito’’ y un intento de revivir lo clásico, a simular esa revolución cultural. No se puede. Ni el romanticismo exacerbado del cinéfilo a crear cintas que extrapolan sus conductas a un par de sonidos y colores, ni el espectador sin una cualidad analítica mínima para limitarse a lo más banal.
El segundo caso es más fácil de contestar: como el cine no es un privilegio, la expedita elección del espectador habla por sí sola. En cambio, el cinéfilo, al igual que las tendencias actuales de moda, los nuevos poetas o los compositores clásicos actuales, vivirá en un continuo desengaño moral sobre la naturaleza de la disciplina. La mente creativa se encarcela en sí misma en una insatisfacción sentimentalista y una búsqueda identitaria propia y atemporal.
Suena moderno, ¿no? Pues spoiler: no. Cualquier individuo artístico histórico que no encaje con el encanto de lo profílmico o lo fílmico, tiene esas mismas dudas. El cinéfilo o ‘’cine-adicto’’ no será más que otro loco (de los bastantes que ya tenemos en esta roca flotante) que busca desalojar sus aspiraciones y temores intentando imitar algo externo e invariable a nosotros: la realidad. Dejemos de buscar algo a lo que culpar, a algo para colgar
Los trapos que nosotros no queremos limpiar. E irónicamente, el cine no crece en nosotros y somos la culpa de cómo evoluciona. Es una corriente en continua expansión en función de las exigencias que se forjan en el intercambio de intereses entre el emisor y el receptor. Tal y como finaliza el libro <<Contra la Cinefilia>> de Monroy: ‘’Está bien amar al cine, pero no hay que confundirlo con el amor de una madre’’.