El hombre que vendía nubes

Nubes de caramelo. Foto: Pixabay

Hoy, una calle de Granada ha comenzado a llorar en silencio. Para todas las personas que recorren esta calle, la situación que se vive es imperceptible, ya que las lágrimas del lugar tratan de camuflarse con la alegría navideña que emana un conocido comercio de la ciudad, sin embargo, para los que han tenido la fortuna de residir allí durante años, hay algo que no es igual que antes.

Tiempo atrás —más del que resiste la memoria— un señor con la imaginación de un Nostradamus o un da Vinci cualquiera, tuvo la valentía de instalar allí un pequeño almacén de golosinas que cumpliese con los anhelos de niños y adultos a partes iguales. A pesar de que las épocas cambien y los deseos vayan evolucionando de forma caprichosa, no habrá nunca nadie que pueda resistirse al placer que brinda un trozo de nube. El dueño de la tienda —que aparenta tener setenta años— ha decidido poner fin a una vida dedicada a los dulces imaginativos esta misma semana.

Vender caramelos y regaliz puede parecer un trabajo como otro cualquiera a simple vista, pero para Antonio —porque podría llamarse así— debe ser la mejor profesión del mundo, ya que hacer feliz a numerosas generaciones de niños es un logro extraordinario. Día tras día, Antonio ha acudido a su labor con una disciplina de militar; a las nueve de la mañana llegaba con su bicicleta para abrir, realizaba una pequeña pausa para comer y se marchaba a las nueve de la noche con la satisfacción de hacer algo genuino en su vida. A lo largo de los años, el ritual no ha cambiado demasiado, aunque debido a las inclemencias de la edad, algunos días la tienda no estuvo abierta.

Al igual que todos los genios, Antonio tenía que dar rienda suelta a su creatividad; gracias a él, las fiestas de cumpleaños de los niños han sido un gran éxito, puesto que no solo vendía chicles y caramelos, también se encargaba de hacer sus propias piñatas. En ellas introducía dulces, confeti, serpentinas, juguetes y alguna otra sorpresa que hacía las delicias de los que acudían a la celebración donde estuviese presente su creación. Otro ejemplo de esa imaginación para construir felicidad a base de azúcar, fueron los cucuruchos llenos de ‘chuches’; éstos incluían bolsas de gusanitos, chocolate, caramelos masticables y coches de juguete. Todas esas obras hicieron que el almacén gozase de una gran popularidad en la ciudad.

Sin embargo, los dentistas —enemigos voraces de Antonio y sus productos— y el éxito de las grandes factorías de golosinas, hicieron que la tienda tuviese cada vez menos clientes; tan sólo quedan los más fieles, aquellos que, al tener problemas de garganta, siempre le compran los famosos caramelos de miel y limón. A pesar de la falta de clientela, el comerciante siempre continuó yendo con su bicicleta y una sonrisa a cumplir con su cometido, luchando dignamente en una guerra que ya estaba perdida.

Ahora que Antonio se jubila, su almacén pasará a ser un mero recuerdo de esa calle que llora —quizás se convierta en otro negocio de los que no prosperan allí—; lo que parece impensable es que no volvamos a ver a ese Cid Campeador, un héroe del pasado cuya bicicleta era el caballo y los cucuruchos de ‘chuches’ la espada que blandía para vencer al tiempo.

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